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De musica mascaras y disfraces

De música, máscaras y disfraces

Por: Roberto Reyes (17 de febrero de 2015)

Parece una paradoja, pero cuando un ser humano se pone una máscara o un disfraz no se encubre, en realidad se muestra. Porque el artificio transforma la apariencia física, pero deja al descubierto intenciones y fantasías inconfesadas.

Ciudad Metal

Jóvenes roqueros en el festival Ciudad Metal. Foto: Carolina Vilches

Cierto joven universitario podría suscribir este enunciado. Su vida en el centro de estudio transcurre sin tropiezos: resultados docentes relevantes, buena disciplina, investigaciones premiadas. Y su imagen cumple con las normas que impone la sociedad.

Incluso sus profesores y quienes no pertenecen a su círculo de amigos pudieran calificarle de persona tímida e introvertida.

No obstante, durante los 4 días que dura el festival de rock su apariencia experimenta una mutación. Abandona la gorra que siempre le acompaña, despliega los pelos que oculta en su interior y tiñe algunos mechones de rojo y azul.

Después endurece el cabello hasta formar una cresta que se extiende desde donde comienza el cuello hasta la vuelta del cráneo cercana a la frente. El resto es arreglarse las cejas, ponerse el arete colgante que siempre guarda para la ocasión, y enfundarse el jean raído que le ha acompañado en todas las batallas.

Así es como el joven apacible y correcto que recorre las aulas, los laboratorios y las salas de conferencia de la universidad se convierte en una criatura desinhibida y libre.

Mas no es mucho el tiempo que tiene a su favor. Son apenas 4 días al año. Cuatro jornadas de libertad. Cerca de 100 horas para sacar a flote sus demonios internos.

Cuando un ser humano se pone una máscara o un disfraz no se encubre, en realidad se muestra. Porque el artificio transforma la apariencia física, pero deja al descubierto intensiones y fantasías inconfesadas

Por eso se sienta en los jardines y las aceras, conversa con sus amigos hasta la madrugada, se da tragos largos de un ron maloliente, mueve la cabeza al compás de la música, y salta, y grita, y respira a pleno pulmón.

Tanta es la euforia, tanto es el afán de disfrutar de su música predilecta, que no se da cuenta de que todos los integrantes de la banda que está tocando tienen los rostros maquillados. Definitivamente los disfraces también han tomado por asalto el escenario.

Y no son pocos los que auxiliados por enmascaramientos de todo tipo se comportan de manera opuesta a la habitual: el ingeniero informático conocido por su timidez se transforma en un cantante agresivo, la secretaria de un renombrado administrativo se convierte en una punkie de mirada lasciva, el artesano retraído se transmuta en fotógrafo temerario.

Pero ninguno ha renunciado a su verdadera identidad. Todos saben que están viviendo una farsa. No obstante también saben, o intuyen, que en circunstancias semejantes los disfraces permiten la transgresión.

Para decirlo clara y llanamente: todos están conscientes de que durante un puñado de horas pueden burlarse de tabúes y miedos —propios y ajenos—, coquetear con las fronteras de lo establecido, y desafiar a personajes autoritarios. La música, las máscaras y los disfraces se confabulan para permitirlo.

 
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