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Obsolescencia programada en la musica

Obsolescencia programada en la música

Por: Roberto Reyes (17 de mayo de 2012)

En el mundo contemporáneo los objetos se fabrican para que funcionen durante poco tiempo —para que duren menos—, de este modo las industrias mantienen los ritmos de producción y se agencian cuantiosas ganancias. El fenómeno se nombra obsolescencia programada, y por estos días es un tema recurrente.

Obsolescencia programada en la música

Entre los ejemplos más ilustrativos se mencionan las bombillas, los teléfonos, los autos y la ropa. Sin embargo, nunca se alude a las obras artísticas, que también se han convertido en productos «volátiles», elaborados para consumirlos hoy y olvidarlos mañana.

Bastaría prestar atención a lo que ocurre en el universo musical para darse cuenta de que la mayoría de las canciones se «diseña» para que «funcione» durante un breve lapso.

Algunos de los resortes y artilugios utilizados son, por ejemplo, elaborar piezas musicales elementales, de fácil comprensión, plagadas de fórmulas que han demostrado ser efectivas y que no exigen ningún esfuerzo intelectual a quien las escucha.

Y aunque pudiera parecer que la obsolescencia programada en la música es un fenómeno que surgió en los últimos 20 años, sus huellas se hacen visibles desde los albores del siglo XX, cuando muchas compañías discográficas les exigían a los cantantes y agrupaciones que sus canciones no se extendieran más allá de los 3 minutos, o les pedían «aligerar» la melodía y la armonía de las piezas.

Por lo general, las exigencias para modificar las canciones que iban a ser grabadas no tenían un trasfondo artístico, sino comercial. De modo que para seducir al potencial comprador algunas disqueras evitaban las canciones armónicamente complejas y los textos de difícil comprensión, mientras elegían piezas con letras sencillas, recursos melódicos considerados cautivadores, en fin, un producto «bonito». Era el camino expedito para las grandes ventas.

Y aquellos truenos trajeron estas tempestades. En los cuatro puntos cardinales del planeta, y Cuba no es la excepción, pululan cantantes, agrupaciones e instrumentistas que apuestan a la obsolescencia programada en la música. Es decir, «fabrican» canciones que cumplen con el eslogan de «comprar, tirar, comprar».

Los efectos están a nuestro alrededor. Basta proponerle a uno de los cientos de jóvenes seguidores de las modas musicales que escuche el éxito que él mismo aplaudió el año pasado. Su cara se transfigura, se muestra ofendido y el gesto de rechazo es elocuente. Solo se le ilumina el rostro cuando le mencionas la canción que está haciendo furor en las listas de los discos más vendidos.

Lo que llama la atención es que ese mismo joven rechaza las piezas de los cantautores y trovadores, porque argumenta que son «complicadas» y que «no tiene tiempo para exprimirse el cerebro».

No se entiende entonces por qué los expertos tan solo se preocupan por los daños que puede provocar —y está provocando— la obsolescencia programada a la economía y el planeta, mientras menosprecian los daños que el fenómeno causa al intelecto.

¿Hasta dónde puede llevarnos tanta música insulsa? ¿Qué gestos humanos se nos escapan mientras consumimos canciones con historias simplonas? ¿Qué actitudes incorporamos a las nuestras al escuchar tantas historias soeces, vulgares o violentas?... Las respuestas a estas y otras preguntas quizás estén «flotando en el viento».

Lo cierto, lo irremediablemente cierto y humano, es que para mantenerse a salvo de los efectos nocivos de la obsolescencia programada en la música solo hay un camino: entregarse al placer de escuchar a uno de esos cantantes o agrupaciones que no tiene en cuenta las etiquetas ni el mercado, que escruta la realidad, que se «desnuda» en los textos, que nos arrebata las máscaras, que crea un mundo sonoro alucinante, y que hace que conservemos sus canciones durante años. No hay otro modo de sentirse vivo. Digo, intensamente vivo.

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